En un 14 de julio de 2016 el gran poeta Raúl Zurita (1950) se convertía en el primer chileno en obtener el prestigioso Premio Iberoamericano de Poesía Pablo Neruda.
En un auditorio repleto y ante las máximas autoridades nacionales el vate metropolitano recibía la importante distinción, sin antes perpetuar este emotivo discurso:
“Chile, mucho antes de ser un país fue un poema. Es el “Chile fértil provincia señalada/ en la región antártica famosa/ de remotas naciones respetada/ por fuerte, principal y poderosa”, de La Araucana de Alonso de Ercilla, ese soldado español que participó en la conquista y que después de declarar que no venía a cantarle al amor sino a la espada, vio en un territorio absolutamente desconocido, en el lugar más remoto del mundo, los bordes aún imaginarios de un país, uniendo para siempre nuestro destino con el destino de la poesía, de los grandes sueños y de sus encarnaciones concretas, pero también con las trazas de una violencia extrema anidada en el centro de nuestra historia.
Tanto soñé contigo que pierdes tu realidad.
¿Habrá tiempo para alcanzar ese cuerpo vivo y besar sobre esa boca el nacimiento de la voz que quiero?
Tanto soñé contigo que mis brazos habituados a cruzarse sobre mi pecho abrazan tu sombra, quizá ya no podrían adaptarse al contorno de tu cuerpo.
Y frente a la existencia real de aquello que me obsesiona y me gobierna desde hace días y años seguramente me transformaré en sombra.
Oh balances sentimentales.
Tanto soñé contigo que seguramente ya no podré despertar. Duermo de pie, con mi cuerpo que se ofrece a todas las apariencias de la vida y del amor y tú, la única que cuenta ahora para mí, más difícil me resultará tocar tu frente y tus labios que los primeros labios y la primera frente que encuentre.
Tanto soñé contigo, tanto caminé, hablé, me tendí al lado de tu sombra y de tu fantasma que ya no me resta sino ser fantasma entre los fantasmas,
y cien veces más sombra que la sombra que siempre pasea alegremente por el cuadrante solar de tu vida.
Opongo entonces la infinita devoción de ese poema, su insobornable pureza, a todas las crueldades de la historia, porque si la poesía de Robert Desnos no existiera, si el arte no existiera, probablemente la violencia sería la norma. Pero existe, y el solo hecho de que alguien en medio del Holocausto, pudo escribir algo tan increíblemente bello como “Tanto soñé contigo que pierdes tu realidad”, hace que el crimen sea infinitamente más crimen y el asesino infinitamente más asesino.
Es lo que he tratado de mostrar en lo que he escrito. He imaginado en medio del terror de la dictadura sagas inacabables que se me borraban al amanecer, poemas alucinados donde el Pacífico flota suspendido sobre las cumbres de los Andes y donde el desierto de Atacama se eleva como un pájaro sobre el horizonte. Imaginar esos poemas fue mi forma de resistir, de no enloquecer, de no resignarme. Sentí que frente al dolor y al daño había que responder con un arte y una poesía que fuese más fuerte que el dolor y el daño que se nos estaba causando. No se trataba de lanzar andanadas de pequeños poemas de combate, sino de algo mucho más arrasado, más luminoso, más sordo y violento. Había que hablar de amor, pero para hablar de amor había que aprender a hablar de nuevo, comenzar desde cada letra, porque ninguno de los lenguajes que existían antes bastaban para dar cuenta de lo que había sucedido. Siento que los escombros de esos años están allí, en esos intentos, y que dictados por un deseo que nos sobrepasa, los poemas no son sino los sueños que sueña la tierra, los sueños con los que intenta lavarse del sufrimiento humano, y que uno no puede nada frente a eso sino apenas grabar unas pequeñas marcas, unos mínimos retazos que quizás sobrevivan al despertar.
Yo viví en Chile en los años de la dictadura y sobreviví a ella y a mi propia autodestrucción. El año 1975 después de un episodio humillante con unos soldados me acordé de la frase del evangelio de poner la otra mejilla y entonces fui y quemé la mía. No supe bien por qué lo hacía, pero allí comenzó algo. Recordé que de niño había visto un avión que volaba en círculos trazando con humo blanco el nombre de un jabón para lavar ropa e imaginé de golpe un poema escribiéndose en el cielo. Entendí entonces que aquello que se había iniciado en la máxima soledad y desesperación de un hombre que se quema la cara encerrado en un baño, debía concluir algún día con el vislumbre de la felicidad. Dos años más tarde pensé en una escritura sobre el desierto que solo pudiese ser vista desde lo alto. Solo diría “ni pena ni miedo”, y estaría surcando un país donde casi lo único que había era pena y miedo. Años más tarde vi la frase recortada sobre el desierto y, efectivamente, por su extensión solo se podía leer completa desde el cielo. Alguien reparó que el surco de las letras en la tierra se parecía al surco de la cicatriz en mi cara. Habían pasado dieciocho años y me sorprendió haber sobrevivido. Recibo esta distinción en nombre de nuestros ausentes.
Yo trabajo con mi vida y trato de que eso no sea una consigna. No porque mi vida tenga algo ejemplar, el diablo me libre de ser ejemplo de nada, sino porque creo que si podemos llegar al fondo de nosotros mismos, sin autocompasión ni falsa solidaridad, mirando nuestra zona de luz, nuestra sed de amor, pero también toda nuestra reserva de odio, violencia y de crimen, es posible que lleguemos al fondo de la humanidad entera. Creo que todo lo que puedo haber hecho está allí. He escrito desde un cuerpo que se dobla bajo los efectos del Parkinson, que se rigidiza, que tiembla, que se va para adelante y que cae y he encontrado hermosa mi enfermedad, he sentido que mis temblores son bellos, que mi dificultad para sostener estas hojas que ahora leo es bella. He escrito sobre ese cuerpo, sobre los dolores que les he causado a otros y los que yo mismo me he infligido, he grabado con fuego mis poemas sobre mi piel. Solo los enfermos, los débiles, los heridos, son capaces de crear obras maestras. Siento que he escrito desde una cierta irreparable desesperación y, a la vez, desde una incontenible alegría. Una alegría extraña porque es como si naciera de la dificultad de ser felices. Del encuentro de esos fantasmas nace mi escritura. La escritura es como las cenizas que quedan de un cuerpo quemado. Para escribir es preciso quemarse entero, consumirse hasta que no quede una brizna de músculo ni de huesos ni de carne. Es un sacrificio absoluto y al mismo tiempo es la suspensión de la muerte. Es algo concreto, cuando se escribe se suspende la vida y por ende se suspende también la muerte. Escribo porque es mi ejercicio privado de resurrección.
Decía al comienzo que esta tierra aún nos ama, todavía quiere verse en nosotros, todavía el mar, el desierto, las montañas, quieren mirarse en nuestras miradas, todavía el sonido de las rompientes y del viento quiere reconocerse en nuestros oídos, todavía sus estrellas quieren reflejarse en nuestros ojos. En sus momentos más felices mi poesía ha tratado de expresar ese amor de la tierra, no siempre ha sido así. He escrito desde la herida y del daño en un mundo herido, enfermo, sin compasión. He escrito desde el dolor, pero nuestro deber es la felicidad. He escrito desde el odio, pero nuestro deber es el amor.
Termino con el poema con que quisiera cerrar mi vida:
Entonces, aplastando la mejilla quemada
contra los ásperos granos de este suelo pedregoso
-como un buen sudamericano-
alzaré por un minuto más mi cara hacia el cielo
llorando
porque yo que creí en la felicidad
habré vuelto a ver de nuevo las irrefutables estrellas
Te amo Paulina, tú eres las estrellas irrefutables de mi noche”.
Raúl Zurita
14 de julio de 2016