El pasado enero, mientras ordenaba mi trastero de cara a una mudanza inminente, me encontré con una vieja caja de zapatos. La abrí y hallé varios diarios que se remontaban a mi infancia. Entre la pila de diarios había un librito, con las palabras Un libro de poemas escritas a lápiz en la portada. El poemario era fino: cinco hojas de áspero papel A5 dobladas por la mitad y unidas con grapas. Había añadido dos líneas zigzagueantes bajo el título: una línea ascendiendo en seis pasos desde la izquierda, la otra descendiendo en siete pasos hacia la derecha. ¿Era algún tipo de ilustración de portada? ¿O simplemente un garabato? El año, 1979, y mi nombre figuraban en la parte posterior del librito, con un total de ocho poemas escritos a lápiz en las hojas interiores por la misma mano pulcra que en la portada y la contraportada. Ocho fechas diferentes marcaban la parte inferior de cada página en orden cronológico. Las líneas manuscritas por mi yo de ocho años eran oportunamente inocentes y toscas, pero un poema de abril atrajo mi mirada. Arrancaba con las siguientes estrofas:
¿Dónde está el amor?
Está dentro de mi pecho que bate palpitante.
¿Qué es el amor?
Es el hilo dorado que conecta nuestros corazones.
En un instante retrocedí cuarenta años en el tiempo, a medida que regresaban los recuerdos de aquella tarde componiendo el poemario. Mi lápiz corto y rechoncho con su extensor de tapa, los restos de la goma de borrar, la gran grapadora metálica que había sacado a hurtadillas del cuarto de mi padre. Recordé que, tras saber que nuestra familia se trasladaría a Seúl, sentí el impulso de recopilar los poemas que había garabateado en trozos de papel, o en los bordes de cuadernos y libros de texto, o entre entradas del diario, y reunirlos en un único volumen. Me acordé también de la sensación inexplicable de no querer enseñar a nadie mi «libro de poemas» una vez terminado.
Antes de devolver los diarios y el librito a su sitio, tal como los había encontrado, y cerrar la tapa sobre ellos, saqué una foto de ese poema con mi teléfono. Lo hice porque tenía la sensación de que había una continuidad entre algunas de las palabras que había escrito entonces y quien era ahora. Dentro de mi pecho, en mi corazón palpitante. Entre nuestros corazones. El hilo dorado que une, un hilo que emana luz.
*
Catorce años más tarde, con la publicación de mi primer poema y luego de mi primer relato corto al año siguiente, me convertí en escritora. Cinco años después publicaría mi primera obra de ficción larga, que escribí en el transcurso de unos tres años. Me intrigaba y me sigue intrigando el proceso de escribir poesía y relatos cortos, pero escribir novelas ejerce una atracción especial sobre mí. He tardado entre uno y siete años en terminar mis libros, dedicando a cambio porciones considerables de mi vida personal. Esto es lo que me atrae del trabajo. La manera en que puedo profundizar y permanecer en las preguntas que percibo como imperativas y urgentes, hasta el punto que decido aceptar el intercambio.
Cada vez que trabajo en una novela, padezco las preguntas, vivo dentro de ellas. Cuando llego al final de estas preguntas —que no es lo mismo que encontrar respuestas— es cuando llego al final del proceso de escritura. En ese momento ya no soy la que era cuando comencé, y desde ese estado transformado, empiezo de nuevo. Llegan las siguientes preguntas, como eslabones de una cadena, o como dominós, superponiéndose y uniéndose y continuando, y siento el impulso de escribir algo nuevo.
Cuando escribí mi tercera novela, La vegetariana, entre 2003 y 2005, estaba inmersa en varias preguntas dolorosas: ¿Puede una persona ser alguna vez completamente inocente? ¿Hasta qué niveles de profundidad podemos rechazar la violencia? ¿Qué le ocurre a alguien que se niega a pertenecer a la especie denominada humana?
Al decidir no comer carne en un rechazo a la violencia, y al final rehusar toda comida y bebida, excepto agua, en la creencia de que se ha transformado en una planta, Yeong-hye, la protagonista de La vegetariana, se encuentra en la irónica situación de avanzar rápidamente hacia la muerte en su apuesta por salvarse. Yeong-hye y su hermana In-hye, que de hecho son coprotagonistas, gritan en silencio a través de pesadillas y rupturas devastadoras, pero al final vuelven a estar juntas. Sitúo la escena final en una ambulancia, ya que esperaba que Yeong-hye siguiera viva en el mundo de esta historia. El vehículo desciende a toda velocidad por la carretera de montaña bajo las hojas verdes centelleantes, mientras la hermana mayor, alerta, mira intensamente por la ventana. Quizá esperando una respuesta, o quizá en señal de protesta. Toda la novela reside en un estado de cuestionamiento. Mirando fijamente y desafiando. Esperando una respuesta.
«El viento sopla, vete», la novela que siguió a La vegetariana, continúa estas preguntas. Rehusar la vida y el mundo con el fin de rehusar la violencia es una imposibilidad. Al fin y al cabo, no podemos convertirnos en plantas. Entonces, ¿cómo seguimos adelante? En esta novela de misterio, las frases en redonda y en cursiva se entrecruzan y chocan, a medida que el personaje principal, que ha luchado largo tiempo con la sombra de la muerte, arriesga su vida para demostrar que la súbita muerte de su amiga no puede haber sido un suicidio. Cuando escribí la escena de cierre, en la que describo cómo se arrastra por el suelo para escapar de la muerte y la destrucción, me estaba haciendo estas preguntas: ¿Acaso no debemos sobrevivir al final? ¿No deberían nuestras vidas dar fe de la verdad?
Con mi quinta novela, La clase de griego, fui más allá todavía. Si debemos vivir en este mundo, ¿qué momentos lo hacen posible? Una mujer que ha perdido el habla y un hombre que está perdiendo la vista transitan en el silencio y la oscuridad cuando sus caminos solitarios se cruzan. Quería prestar atención a los momentos táctiles en esta historia. La novela avanza a su propio ritmo pausado por el silencio y la oscuridad hasta el momento en que la mujer extiende la mano y escribe unas palabras en la palma del hombre. En ese instante luminoso que se expande hasta la eternidad, los dos personajes revelan las partes más tiernas de sí mismos. La pregunta que quería plantear aquí era la siguiente: ¿Es posible que al contemplar los aspectos más tiernos de la humanidad, al acariciar la irrefutable calidez que reside en ellos, podamos seguir viviendo después de todo en este mundo breve y violento.
Habiendo llegado al final de esta pregunta, empecé a pensar en mi siguiente libro. Corría la primavera de 2012, poco después de la publicación de La clase de griego. Me dije a mí misma que iba a escribir una novela que diera otro paso hacia la luz y la calidez. Impregnaría esta obra de aceptación de la vida y el mundo de sensaciones brillantes y transparentes. Enseguida hallé un título y había avanzado veinte páginas en el primer borrador cuando me vi obligada a parar. Me di cuenta de que algo en mi interior me impedía escribir esta novela.
*
Hasta entonces, no había considerado escribir sobre Gwangju.
Tenía nueve años cuando mi familia salió de Gwangju en enero de 1980, apenas cuatro meses antes de que comenzaran las masacres. Cuando me topé con el lomo invertido del Libro de fotos de Gwangju en una estantería unos años más tarde y lo hojeé, tras asegurarme de que no había adultos cerca, tenía doce años. Este libro contenía fotografías de los residentes y estudiantes de Gwangju, asesinados con garrotes, bayonetas y fusiles cuando se enfrentaron al nuevo poder militar que había orquestado el golpe de Estado. Publicado y distribuido en secreto por los supervivientes y las familias de los muertos, el libro era un testimonio de la verdad en un momento en el que la verdad estaba siendo distorsionada por la estricta censura. De niña, no comprendí el significado político de aquellas imágenes, y los rostros desfigurados se fijaron en mi mente como una pregunta fundamental sobre los seres humanos: ¿Es este el acto de un ser humano hacia otro? Y entonces, observando una foto de una fila interminable de personas esperando para donar sangre a las puertas de un hospital universitario: ¿Es este el acto de un ser humano hacia otro? Estas dos preguntas pugnaban entre sí y parecían irreconciliables; su incompatibilidad era un nudo que no podía deshacer.
Así que, un día de primavera de 2012, cuando mi mano trataba de escribir una novela radiante y de afirmación de la vida, me vi una vez más confrontada por este problema no resuelto. Hacía tiempo que había perdido una sensación de confianza profunda en los seres humanos. Entonces, ¿cómo podía abrazar el mundo? Me di cuenta de que debía afrontar este dilema imposible si quería avanzar. Comprendí que escribir era mi único medio para atravesarlo y dejarlo atrás.
Pasé la mayor parte de ese año esbozando mi novela, imaginando que mayo de 1980 en Gwangju compondría una capa del libro. En diciembre visité el cementerio de Mangwol-dong. Ya había pasado el mediodía y el día anterior había caído una fuerte nevada. Más tarde, cuando la luz declinó, salí del cementerio helado con la mano en el pecho, cerca del corazón. Me dije a mí misma que esta siguiente novela se centraría directamente en Gwangju, en lugar de limitarlo a una única capa. Conseguí un libro que contenía más de 900 testimonios, y cada día durante nueve horas a lo largo de un mes, leí cada relato recogido en él. Entonces me documenté no solo sobre Gwangju, sino también sobre otros casos de violencia estatal. Y así, remontándome aún más atrás en el tiempo, leí sobre las masacres que los seres humanos han perpetrado reiteradamente en todo el mundo a lo largo de la historia.
Durante este periodo de investigación para mi novela, a menudo me venían dos preguntas a la mente. Cuando tenía veintitantos años, escribía estas líneas en la primera página de cada diario nuevo
¿Puede el presente ayudar al pasado?
¿Pueden los vivos salvar a los muertos?
A medida que seguí leyendo, resultó evidente que eran preguntas imposibles. Mediante este encuentro sostenido con los aspectos más sombríos de la humanidad, sentí que los retazos de mi creencia en la humanidad, fracturada desde hacía tiempo, se hacían añicos por completo. Casi abandoné la novela.
Entonces leí las entradas del diario de un joven educador que impartía clases nocturnas. De carácter tímido y tranquilo, Park Yong-jun había participado en la «comunidad absoluta» de ciudadanos autogobernados que se formó en Gwangju durante los diez días del levantamiento de mayo de 1980. Le dispararon y mataron en el edificio de la YWCA (Asociación Cristiana de Mujeres Jóvenes), cerca de la sede de la administración provincial donde había decidido quedarse, pese a saber que los soldados regresarían en las primeras horas de la mañana. En esa última noche, escribió en su diario: «¿Por qué, Dios, debo tener una conciencia que me aguijonea y me duele tanto? Deseo vivir».
Leyendo estas frases, supe con la claridad del relámpago la dirección que debía tomar la novela. Y que había que darle la vuelta a mis dos preguntas
¿Puede el pasado ayudar al presente?
¿Pueden los muertos salvar a los vivos
Más adelante, mientras escribía lo que luego sería Actos humanos, sentí en ciertos momentos que el pasado estaba efectivamente ayudando al presente, y que los muertos estaban salvando a los vivos. Volví a visitar varias veces el cementerio y, por algún motivo, el cielo siempre estaba despejado. Cerraba los ojos, y los rayos anaranjados del sol bañaban mis párpados.
Lo sentía como la misma luz de la vida. Sentía la luz y el aire que me envolvían en una calidez indescriptible.
Las preguntas que siguieron conmigo mucho después de ver aquel libro de fotografías eran las siguientes: ¿Cómo pueden ser tan violentos los seres humanos? Y ¿cómo es posible que puedan oponerse al mismo tiempo a una violencia tan arrolladora? ¿Qué significa pertenecer a la especie denominada humana? Para encontrar un camino imposible a través del espacio vacío entre estos dos precipicios de los horrores humanos y la dignidad humana, necesitaba la asistencia de los muertos. Al igual que en esta novela, Actos humanos, el niño Dong-ho tira de la mano de su madre para atraerla hacia el sol.
Por supuesto, no podía deshacer lo que les habían hecho a los muertos, a sus allegados o a los supervivientes. Todo lo que podía hacer era prestarles las sensaciones, las emociones y la vida que latía a través de mi propio cuerpo. Deseaba encender una vela al principio y al final de la novela y ubiqué la escena inicial en el gimnasio municipal, donde se alojaban los cuerpos de los difuntos y se celebraban los servicios funerarios. Ahí vemos al quinceañero Dong-ho colocando sábanas blancas sobre los cuerpos y encendiendo velas. Mirando fijamente el corazón azul pálido de cada llama.
El título coreano de esta novela es Sonyeon-i onda. La última palabra, «onda», es el presente del verbo «oda», venir. El momento en que se dirigen al «sonyeon», el niño, en segunda persona como tú, ya sea el tú íntimo o menos íntimo, despierta en la luz mortecina y camina hacia el presente. Sus pasos son los pasos de un espíritu. Se acerca cada vez más y se convierte en el ahora. Cuando un tiempo y un lugar en los que la crueldad y la dignidad humanas han existido en un paralelismo extremo se denomina Gwangju, ese nombre deja de ser un nombre propio, único de una ciudad, y se convierte en un nombre común, como aprendí escribiendo este libro. Viene a nosotros, una y otra vez en el tiempo y el espacio, y siempre en presente. Incluso ahora.
*
Cuando por fin terminé el libro y se publicó en la primavera de 2014, me sorprendió el dolor que los lectores confesaban sentir al leerlo. Tuve que dedicar un tiempo a pensar en cómo el dolor que yo había sentido durante el proceso de escritura estaba conectado con la angustia que habían expresado mis lectores. ¿Qué podía haber detrás de esa angustia? ¿Se trata acaso de que queremos poner nuestra fe en la humanidad, y cuando esa fe se tambalea, sentimos como si nuestro propio yo fuera destruido? ¿Se trata acaso de que queremos amar a la humanidad, y esta es la agonía que sentimos cuando ese amor se resquebraja?
¿El amor engendra dolor, y es cierto dolor una prueba de amor?
En junio de ese mismo año tuve un sueño. Un sueño en el que caminaba por una vasta llanura en la que caía una escasa nevada. Miles y miles de tocones negros salpicaban la llanura, y detrás de cada uno de ellos había un túmulo funerario. En algún momento me encontré pisando agua, y cuando miré hacia atrás, vi el océano llegando rápidamente desde el límite de la llanura, que había confundido con el horizonte. ¿Por qué había tumbas en un lugar como ese?, me pregunté. ¿Acaso no iban a ser barridos todos los huesos en los túmulos más bajos y cercanos al mar? ¿No debería al menos reubicar los huesos en los túmulos más altos, ahora, antes de que fuera demasiado tarde? Pero, ¿cómo? Ni siquiera tenía una pala.
El agua me llegaba ya por los tobillos. Me desperté, y mientras miraba por la ventana todavía a oscuras, intuí que este sueño me estaba diciendo algo importante. Tras escribir el sueño, recuerdo pensar que ese podría ser el comienzo de mi siguiente novela.
No tenía una idea clara de adónde podría conducir, pero me encontré empezando y esbozando los principios de varias historias posibles que imaginaba que podían seguir a ese sueño. Finalmente, en diciembre de 2017 alquilé una habitación en la isla de Jeju y pasé más o menos los dos años siguientes a caballo entre Jeju y Seúl. Caminando por los bosques, junto al mar y por carreteras rurales, sintiendo la intensa meteorología de Jeju en cada momento —su viento y su luz, su nieve y su lluvia—, percibí que la trama de la novela se iba perfilando. Al igual que con Actos humanos, leí testimonios de supervivientes de masacres, estudié materiales y entonces, de la manera más contenida posible sin apartar la mirada de los detalles brutales que parecía casi imposible poner en palabras, escribí lo que acabaría siendo Imposible decir adiós. El libro se publicó casi siete años después de que soñara con aquellos tocones negros, con aquel mar creciente.
En la libreta que tenía mientras trabajaba en ese libro, hice estas anotaciones:
La vida busca vivir. La vida es cálida.
Morir es enfriarse. Que la nieve cubra la cara, en lugar de fundirse. Matar es enfriar.
Humanos en la historia y humanos en el cosmos.
El viento y las corrientes oceánicas. El flujo circular de agua y aire que conecta todo el mundo.
Estamos conectados. Rezo por que estemos conectados.
La novela se compone de tres partes. Si la primera parte es un viaje horizontal que sigue a la narradora, Gyeongha, desde Seúl hasta la casa de su amiga Inseon en las tierras altas de Jeju, atravesando una intensa nevada para llegar hasta el pájaro que le han pedido salvar, la segunda parte sigue un camino vertical que hace descender a Gyeongha e Inseon a una de las noches más oscuras de la humanidad —el invierno de 1948, cuando los civiles de Jeju fueron masacrados— y a las profundidades del océano. En la tercera y última parte, las dos encienden una vela en el fondo del mar.
Aunque la novela avanza gracias a las dos amigas, que se turnan para sostener la vela, la auténtica protagonista y la persona ligada tanto a Gyeongha como a Inseon es la madre de esta, Jeongsim. Ella, que sobrevivió a las masacres de Jeju, ha luchado para recuperar al menos un fragmento de los huesos de su amado para poder celebrar un funeral en condiciones. Ella, que rehúsa dejar el duelo. Ella, que soporta el dolor y se resiste al olvido. Que no se despide. Observando su vida, que durante tanto tiempo ha rebosado dolor y amor de la misma densidad y calor, creo que las preguntas que me hacía eran estas: ¿Hasta qué punto podemos amar? ¿Dónde está nuestro límite? ¿En qué medida debemos amar para seguir siendo humanos hasta el final
Tres años después de la publicación de la edición coreana de Imposible decir adiós, aún me queda terminar mi siguiente novela. Y el libro que imaginé que vendría después lleva esperándome mucho tiempo. Es una novela formalmente ligada a Blanco, que escribí por el deseo de prestar mi vida durante un tiempo breve a mi hermana mayor, que dejó el mundo apenas dos horas después de nacer, y también para examinar las partes de nosotros que se mantienen indestructibles pase lo que pase. Como siempre, es imposible predecir cuándo algo estará completo, pero seguiré escribiendo, aunque sea lentamente. Dejaré atrás los libros que ya he escrito y seguiré adelante.
Hasta que doble una esquina y descubra que ya no están a la vista. Tan lejos como mi vida me lo permita.
A medida que me aleje de ellos, mis libros proseguirán sus vidas independientemente de mí y viajarán conforme a sus propios destinos. Al igual que las dos hermanas, juntas para siempre dentro de la ambulancia mientras el fuego verde arde más allá del parabrisas. Al igual que la mujer, que pronto recuperará el habla, escribiendo con su dedo en la palma del hombre en el silencio, en la oscuridad. Al igual que mi hermana, que murió apenas dos horas después de llegar al mundo, y que mi joven madre, que suplicó a su bebé, «No te mueras, por favor, no te mueras», hasta el final. ¿Hasta dónde irán esas almas, las que se reunían en un intenso resplandor anaranjado tras mis párpados cerrados, que me envolvían en aquella luz inefablemente cálida? ¿Hasta dónde viajarán las velas, las que se encendieron en el sitio de cada matanza, devastadas en cada instante y lugar por la violencia incomprensible, las que sostuvieron las personas que juraron nunca decir adiós? ¿Viajarán de mecha a mecha, de corazón a corazón, sobre un hilo de oro?
*
En el librito que descubrí en la vieja caja de zapatos el pasado enero, mi antiguo yo, escribiendo en abril de 1979, se preguntaba:
¿Dónde está el amor?
¿Qué es el amor?
Mientras que, hasta el otoño de 2021, cuando se publicó Imposible decir adiós, consideraba que eran estos dos problemas los que llevaba en mi interior
¿Por qué es el mundo tan violento y doloroso?
Y, a su vez, ¿cómo puede ser el mundo tan hermoso?
Durante mucho tiempo, creí que la tensión y la lucha interna entre estas dos frases era la fuerza motriz detrás de mi escritura. Desde mi primera novela hasta la más reciente, las preguntas que tenía en mente han seguido mutando y desarrollándose, pero estas fueron las únicas que se mantuvieron constantes. Sin embargo, hace dos o tres años, empecé a tener dudas. ¿Seguro que no me había preguntado por el amor —por el dolor que nos conecta— hasta la publicación coreana de Actos humanos en la primavera de 2014? Desde mi primera novela hasta la última, ¿acaso no se ha dirigido siempre la capa más profunda de mis indagaciones hacia el amor? ¿Es posible que el amor fuera en realidad el trasfondo más antiguo y fundamental de mi vida?
El amor se encuentra en un lugar privado llamado «mi corazón», escribió la niña en abril de 1979.
(Está dentro de mi pecho que bate palpitante). Y en cuanto a qué es el amor, esta fue su respuesta. (Es el hilo dorado que conecta nuestros corazones).
Cuando escribo, utilizo mi cuerpo. Uso todos los detalles sensoriales de ver, de escuchar, de oler, de saborear, de experimentar ternura y calidez y frío y dolor, de notar mi corazón que se acelera y mi cuerpo que necesita comida y agua, de caminar y correr, de sentir el viento y la lluvia y la nieve en mi piel, de cogerse de la mano. Trato de infundir esas sensaciones vívidas que siento como ser mortal con sangre corriendo por su cuerpo en mis frases. Como si emitiera una corriente eléctrica.
Y cuando percibo que esta corriente se transmite al lector, me asombro y me conmuevo. En esos momentos experimento de nuevo el hilo del lenguaje que nos conecta, cómo mis preguntas llegan a los lectores a través de esa sustancia viva y eléctrica. Me gustaría expresar mi más profundo agradecimiento a todos los que han conectado conmigo a través de ese hilo, así como a todos los que puedan llegar a hacerlo.
Lunes, 23 de diciembre de 2024
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