⁰Cuando tenía trece años, yo llevaba adentro de mí una vergüenza secreta.

Éramos tan pobres en mi familia que a menudo yo asistí a la escuela sin nada para comer.

En el recreo, mientras mis compañeros sacaban sus manzanas, sus galletas, sus bocadillos, yo me quedaba sentado, fingiendo no tener hambre.

Hundía mi rostro en un libro, fingiendo que leía, para esconder los rugidos de mi estómago vacío.

Por dentro, el dolor era mucho más fuerte de lo que podría describir.

Un día, una compañera de clases se dio cuenta lo que ocultaba. Discretamente, sin llamar la atención, me ofreció la mitad de su almuerzo.

Me dio vergüenza, pero el hambre era tan fuerte que acepté. Al día siguiente, volvió a compartir su almuerzo conmigo. Y así con el pasar de los días.

A veces era un panecillo, a veces una manzana, a veces un trozo de pastel que su madre había preparado.

Para mí, el gesto de mi compañera, fue un milagro. Por primera vez en mucho tiempo, me sentí visto por alguien.

Pero, un día, mi compañera de clases se fue. Su familia se mudó. Nunca más la volví a ver.

Después de la partida de ella, cada día, en el recreo, miraba hacia la puerta, esperando ilusionado con volver a verla entrar, sentarse a mi lado, regalándome su sonrisa y un bocadillo.

Pero, ella nunca regresó. Sin embargo, yo guardé su bondad dentro de mí. Se convirtió en parte de quien sería después.

Luego, pasaron los años. Crecí. A menudo pensé en ella, aunque la vida siguió su natural curso.

Un día, m encontraba en casa, esperando el regreso de mi hija de la escuela y algo increíble para mí sucedería. El tiempo se detuvo cuando mi hija, tras regresar de sus clases y luego de saludarme, dijo:

—Papá, ¿puedes prepararme dos meriendas para mañana, por favor?

—¿Dos?—pregunté sorprendido por la repentina petición—Si nunca terminas de comer la primera.

Ella me miró con esa seriedad propia de los niños y respondió:

—Es para un chico de mi clase. Hoy, él no comió nada. Le di la mitad de mi merienda.

Me quedé inmóvil, con escalofríos recorriendo todo mi cuerpo. En su pequeño gesto vi de nuevo a mi compañera de clases de mi infancia, aquella que me alimentó cuando nadie más lo hizo.

Descubrí que la bondad de mi compañera de clases nunca desapareció.  Se mantuvo dentro de mí todos estos años y ahora lo poseía mi pequeña hija.

Sin que lo notara mi hija, salí hasta el balcón de mi hogar, levanté la vista al cielo, con lágrimas en los ojos, y volví a sentir esa hambre, vergüenza, gratitud y alegría que ella me hizo sentir.

Tal vez, ella no se acuerde de mí. Tal vez ella nunca sabrá el impacto que tuvo en mí. Pero, yo nunca la olvidaré. Porque me enseñó que un simple acto de bondad puede cambiar la vida de alguien.

Y hoy lo volví a descubrir. Mientras mi hija siga compartiendo su pan con otro niño que lo necesite más que ella,  la bondad en este mundo seguirá viva.

FIN

AUTOR. Elsemáforo.cl. .

Viernes, 31 de Octubre de 2025.

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