Quizá estaría mal reconocer ahora, luego de casi tres años, que mis intenciones de venir a Estados Unidos no fueron las más solidarias y convencionales. Primordialmente no fueron académicas, laborales, sociales o culturales.
Claramente no me subí a ese avión el primero de Marzo del 2015, pensando en vivir la aventura de mi vida a través del “sueño americano”, no.
Y de seguro, más de alguna de las personas a mi alrededor se habrán preguntado porqué decidí irme en un momento tan complejo, de tanto dolor y confusión, ¿cómo se me pasó por la mente partir con maleta a tierras extrañas con un corazón roto?
Pues bien, con mi confianza en Dios y recordando que mi experiencia como niñera y mis estudios en comunicación me ayudarían a tener un futuro exitoso, es que tuve el valor de subirme a ese avión.
Y aún con mil preguntas en mi mente, mil dudas, mil miedos, mil ansiedades, y aún en el mar de confusiones, yo solo tenía una idea muy clara en mente: Sanar.
Y para eso, no había fecha de vencimiento, solo quería salir y volver a sonreír sin fingir. Sabía que no sería fácil, que tomaría mucho esfuerzo, sacrificio, y trabajo, pero estaba dispuesta.
Pensé que en la soledad y en la distancia sería mucho más efectivo recuperarme. Sí, fuí bien egoísta! Pero, ¿qué sacaba con seguir en Chile toda destrozada? ¿A quién le servía que yo estuviera por el suelo? A nadie.
Comenzar de cero, para mí, significaba no volver a cometer los mismos errores que cometí estando en Chile. Intentar por todos los medios de no hacer todo aquello que me llevó a destrozar mi corazón y alejarme de mis sueños.
Comenzar de cero, en resumidas cuentas, era no volver a caer en el mismo punto en el que estaba cuando dejé Chile. Ese agónico espacio lleno de sentimientos, pero principalmente lleno de temor.
Esto se traducía a tratar de encontrar un nuevo estilo de vida y por supuesto, de no seguir siendo la misma, pero sin cambiar mi esencia.
Sabía que debía arrancar, y por ningún momento me detuve a pensar en cómo me pondría de pie nuevamente, o qué debía hacer para re armar mi alma, simplemente debía seguir adelante. Estando en Chile sólo sabía dos cosas: que estaba destrozada y que viviría en Estados Unidos.
La idea de vivir por un año en las tierras del norte me parecía estupenda, considerando que comenzaría desde la nada. No conocería a nadie, no hablaríamos el mismo idioma, no sería la misma cultura, no habría ningún pasado del que arrancar y por supuesto, todo sería nuevo para mi.
Por lo tanto, me perdería en la aventura de conocer y explorar todo cuanto me rodeaba. Pensar en la experiencia de aprender y poner en práctica un nuevo idioma y una nueva cultura, me tenía completamente emocionada y, no quedaba espacio para pensar en lo que dejaba atrás.
Era algo así como un borrón y cuenta nueva. Ese era mi pensamiento constante antes de viajar. Ese era el sueño que quería alcanzar: volver a encontrarme, volver a ser yo, volver a amarme y disfrutar de quien soy.
Estaba simplemente esperanzada. Ese fue el único sueño que puse en mi maleta. No pensé en planificar mi estadía, ni en qué hacer con el dinero, ni a dónde viajar, ni siquiera pensé en querer encontrar a un hombre o al amor de mi vida (de verdad)… Recuerdo que muchos me decían que me iba porque quería encontrar a un gringo para casarme, pero ante todos esos prejuicios, solo sonreía, y pensaba: estúpidas mentes reducidas, no tienen idea de lo que hay en mi corazón…
Mientras esperaba por viajar, me seguía tragando mis palabras, y en silencio, esperaba por mi arranque. Arranque que venía anhelando desde unos cuatro años antes de venirme a Estados Unidos. La verdad es que nunca quise hacerlo antes, porque me considero una mujer muy racional, y hasta abril del 2014, nunca encontré las razones “suficientes” para irme.
Pensaba dentro de mi, que por algún lado llegaría una solución a mi alma destrozada. Creo en Dios, y me acerqué muchísimo a Él mientras todo esto sucedía, pero mientras le pedía por ayuda, debo reconocer, que mi estática actitud no ayudaban mucho tampoco.
Recuerdo con deleite un día en el que entendí que debía HACER algo por mi misma. Estaba viendo una película, en la cual la protagonista cuenta una historia que tocó mi corazón.
Hay un viejo chiste en Italia sobre un hombre que pasó muchas horas clamando a Dios para que por favor se ganara la lotería. Este hombre quería ser millonario, y clamaba y clamaba rogándole a Dios poder ganarla…
Hasta que un día, Dios, cansado de escuchar sus súplicas, se le aparece y le dice al hombre: Amigo, por favor, ¿puedes por lo menos ir a la tienda y comprar un boleto de lotería?
¿Cómo pretendes ganar algo si no has dado siquiera el primer paso? Pues bien, con esa lección en mi corazón, me compré mi boleto de lotería y decidí re armar mi vida lejos de todo y de todos y decidí partir a Estados Unidos.
En fin… los días pasaban y mi mente estaba cada vez más en blanco. Aprendí a enfocarme en un solo pensamiento (sanar) y no darle lugar a los miedos, prejuicios, y temores.
Tenía el apoyo de mi familia y un par de amigos, así que con eso era suficiente. Lo más loco, es que este mismo viaje, tuvo algo así como un un efecto colateral impresionante.
Jamás pensé que con la decisión de viajar, otras cosas se revelarían, elementos que sin duda dolerían, pero ayudarían a sanar.
Cuando se concretó el plan de viajar, muchas personas que consideraba importantes, me dieron la espalda, me criticaron, y me ofendieron (y me seguían dañando), pero, qué va! La decisión ya estaba hecha y solo me bastaba esperar el bendito 1 de marzo para partir.
Durante la espera, las personas que yo consideraba amigos o importantes en mi vida, se redujeron a un número contado con la palma de una mano.
Recuerdo a una de mis dos amigas, con quien compartí una noche de café y caminatas antes de que ella entrara a trabajar en su turno de noche, ella me dijo: “Amiga, solo quiero que vuelvas a ser feliz…”
¿Feliz? Suspiro… Mi otra amiga solo me recalcaba la idea de que me viniera a pasarlo bien y disfrutar de todo lo que me entregaría este país, considerando por supuesto mis parámetros y mis límites.
Nunca dejando de ser yo: la lesa con cara de poto bonito. (jajaja).
Como se lo pueden imaginar, ahora luego de casi tres años de haber comprado ese boleto para emprender vuelo hacia la búsqueda de mis sanación y restauración de mi alma, puedo decir que no fue fácil.
Mis noches en tierras extranjeras eran llantos continuos, y no porque extrañara a mi familia, o porque quisiera la comida chilena, o por la frustración de vivir en una cultura diferente.
No. Yo simplemente lloraba del dolor y de la pena de sentir que con viajar no bastaba. Que con despertar en un lugar nuevo y desconocido, la pena no se iría.
Lloraba y lloraba simplemente porque aún no estaba sana y para ello, tenía que vivir mi proceso de restauración como debía: enfrentando mis miedos, mis angustias, mis heridas y sobre todo, encarar de frente y en pie aquellas palabras y actitudes de personas que fueron matando mi corazón poco a poco.
Me paré frente a todos esos recuerdos, y por meses, uno por uno, los fui reviviendo, recreando, hablando con ellos, y perdonándolos. Recuerdo un día de primavera caminando por la playa de Torrey Pines en San Diego, bajo un sol cálido y abrazador.
Tomé un puñado de piedras y una por una las fui lanzando al agua mientras en voz alta perdonaba a las personas con nombre y apellido. Mientras lloraba y gritaba del dolor, mi corazón crujía, y un suspiro calmaba mi alma.
Ese fue uno de los pasos más duros que tomé, pero uno de los más efectivos también. Viví en el vaivén del tratamiento del perdón por unos tres meses, por supuesto que no lo viví consciente.
No fue un proceso al que me entregué un día al levantarme en la mañana y decir: ok, hoy empiezo mi tratamiento. No. Esto es algo que analizo luego de casi tres años.
La clave de mi sanación y de aquellos tratamientos a los que me sometí, fue simplemente uno: vivir el día a día, un día a la vez.
Sea lo que sea que ese día me entregará, lo viviría, sin tener control de mis sentimientos o pensamientos. Hay un gran elemento que vale destacar.
Cuando estás en el proceso de sanación, debes entender que para encontrar el equilibrio necesario, deberás pasar por dos polos opuestos.
Solo así lograrás el equilibrio. Por ejemplo, recuerdo que durante mi primer año, experimenté la realidad de vivir entre dos polos, de vivir en la indecisión de ni siquiera recordar “quién era yo”…
En fin. Hoy, a casi tres años de comenzar a vivir esta restauración, puedo simplemente decir: Todo valió la pena. Hoy, 23 de Septiembre del 2017, puedo sonreír con confianza y sentir que he vuelto a ser yo, que las lágrimas continuas en San Diego, que los juegos de pool sin parar aquí en Marín County, que mis incontables citas de tinder, que las peleas eternas conmigo misma, que mis gastos en comida, ropa y viajes, han valido la pena para que yo esté hoy aquí, dándole un gran abrazo a mi presente y esperando mi futuro con una brillante sonrisa.
Viernes, 06 de julio de 2018
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