Poesía de Mahfúd Massís

Antonio Massís (1916-1990) mejor conocido como “Mahfúd Massís” fue un poeta y escritor iquiqueño de ascendencia palestina, esposo de “Lukó” de Rokha, hija del gran vate Pablo de Rokha.

En cuanto al estilo literario de Massís destacó elementos culturales latinoamericanos y árabes entre sus letras, generando de esa forma un interés por parte de los lectores y seguidores, siendo innovador en esta ámbito, aunque no terminó siendo un poeta tan reconocido en el imaginario colectivo de nuestro país.

Mahfúd Massís para algunos expertos es considerado parte de la Generación Literaria de 1938, aunque sólo en la temática social y con un estilo revolucionario para la época, el poeta chileno-palestino al menos gozó de cierta fama en vida.

A continuación te dejamos muchos poemas de Mahfúd Massís.

Poesía de Mahfúd Massís

 

Del libro “Testamentos sobre la  piedra” (1971):

Epitafio al Conde de Lautremont. 

Pasajero:
golpea esta cabeza,
este pecho en que se secó el tabaco.
Tuerce mi brazo
que azotó el fosforescente rostro divino.
Exalté la gangrena, al sapo nocturno,
al escudo de anchoas pectorales sobre las rocas
Fui al conde tieso,
oscuro, original como una momia.
Evanescente y cándido, busqué una boca
vieja, un corazón de pescado, cierto paraguas
negro en la noche.
………………………..Todavía
escucho
…………..el tranco quebrado
del demonio:
Isidore, Isidore, ¿Por qué me habéis desamparado?

Soy Mahfúd Massís, el esclavo

“Soy Mahfúd Massís, el Esclavo,
el heresiarca de piel negra,
el loco, el desertor, el papanatas helado bajo la nieve.
Escondo mis dientes de cabro, mi cola de rey babilónico,
mientras camino por la ciudad, junto al angosto río.
Entre lívido aceite, mi vieja sombra atrabiliaria
atraviesa las ciénagas,
ladrando a la majestad lunar
con su obscura casaca de muerto.
Puedes tocar mi rostro, su lejana mariposa de hueso;
mi semblante de ídolo prevalece,
perdido, sin alternativa en los sacos de la noche.
Vagué mil años con mi ojo miserable, comí bajo los
muros,
y cierta madrugada comencé a cantar con mi gruesa
voz de asesino,
a escribir estas coplas de antiguos herreros.
Como un pequeño dios celeste y pálido,
camino ahora por el mundo con mis ojos de perro,
escarbando la tierra, entre insectos y podridas anémonas,
buscando una cabeza querida,
un rostro perdido hace mucho tiempo.”

Penúltimo cartel

¡Soy el Miserable que se ahogó en la poesía!
Pude ser capitán, degollador de escualos,
pero sólo fui cabeza de perro
en la necrópolis de la Gran Ciudad.
 
Observo mi hígado derretido
mis
poemas
en las letrinas,
en cuyo pórtico me espera una mula negra.
 
Las putas
y los alguaciles de rígida cabeza
me preguntan quién soy.
En las espaldas
cargo un huevo infinito, una
pierna quebrada,
un piano que gime en la inalcanzable profundidad.
 
Lloro, entonces,
por la tarea perdida,
por la sangre coagulada lentamente,
por este poema que escribo sin rencor, sin tener otra cosa que hacer,
en circunstancias –como dicen los periodistas–
que sólo quisiera tenderme junto al mar,
esperar que suba la marea
y estirar
los dedos
como un tornillo
sin fin.

Carta a Lukó desde el aserradero 

Amor mío, mientras duermes sola, solitaria en puerto Aysén,
fumo este oscuro tabaco a tu memoria,
mordiendo mi pipa, como si fuera el dedo de Dios,
aterido, colgado del charqui de la lengua.
El mundo tiene una joroba lejos de ti,
y todo me miran
como locos estorninos,
como el endemoniado en medio de la tormenta.
Lejos de ti ¡qué cielo de ratones!
¡Que año sin enero, qué ángel sin leña en la edad fría!
Y si pregunto a los transeúntes por tus ojos claros,
escucho solo el trueno de la soledad, el toro negro.
Soy entonces un estropajo que mira la luna,
un ave
que desciende sobre tu rostro
o simplemente
un cuervo arrugado, como este firmamento con cara de viejo,
detenido en el ocaso como una flor podrida
y que mueve su paleta en el garbanzo quemado.

Del libro “Las bestias del Duelo” (1942):

Roncan los espectros

Es preciso armarse contra la divinidad.
¡Ay, es preciso!
Los difuntos, con sus vejigas coloradas,
se levantan en la medianoche y roncan.
Serán vencidos por los piojos, y dirán al dragón: tú eres el panteonero.
En cada cifra del reloj habrá un ojo de muerto.
Las mujeres parirán pequeños reptiles,
y un conjunto de ánimas silvestres dirá:
bienvenidos
el Creador acaba de morir.

Es preciso armarse contra la divinidad. ¡Es preciso!
Los ruidos subalternos, los vasos de sangre lentamente bebidos,
los fantasmas golpeando mi vientre
como un tambor helado;
los infantes enterrados
en los muros, la respiración parada como un guardia
encima de mi pecho,
todo pone en mi su licor de efervescencia súbita.
De noche yo fraguo una espada,
y un sudor mineral me ciñe el esqueleto,
inyecta su alcanfor en mi alma,
y un hueso señalador recusa la tristeza,
y una filial bandada de lombrices
inicia su vuelo hacia la altura.

 

Del libro “El libro de los astros apagados”:

El desenterrado

Ira, ira no más, en el terrible día,
ni amor, ni la gota fresca en la lengua;
apenas la vejiga rota al atardecer,
y aquella gran mirada inmemorial, amarilla,
todo cayendo detrás, en el desván silencioso.
Desenterrarán tus cartas, tus papiros helados.
Serás como Osiris; se disputarán tu traje desolado.
Sobre tus infolios y tus manchas errantes: la leyenda.
Serás al fin un escriba serio, descomunal, recién afeitado.
Un júbilo de espadas cubrirá la entrada de ese otoño;
pero estarás dormido sobre la delgada alfombra, siempre sonriendo,
estólido, feliz, oyendo otro oleaje.

El brazo invisible

Te contemplo en mí, poderosa materia, funeral pá,pano,
fugaz y vulnerable en tu forma, indestructible en tu discurrir eterno,
descubre por una vez esta lúgubre quijada,
el tramo sepulcral de mi rostro aquilino.
Invita esta noche a Barrabás, al papa negro,
no quiero ser el ángel castrado, el hijo del inmigrante en derrota.
Recoge el velo de esta aventura: ¡acompáñame, pordiosero!
Asesiné la alegría; cambié la luna por esta piedra que llevo sobre
el pecho.

Alguien destruyó mi familia cierta noche. Ignoran
que soy un faraón de piedra, un ave
patriarcal que limpia el legendario Río.
¿Quién me desgarró el hombro? ¿Quién
me mordió la quijada? ¿Quién destrozó la cabeza de mi vástago?
Unos cráneos grises me comen la hierba del corazón,
la pimienta de unos ojos muertos. Un brazo oscuro,
terrible, como el ojo de Tutankamón bajo la fosa,
señala el cuero miserable de mi cabellera,
el piojo que preside mi sueño invernal, mientras acepto
la limosna del asesino, del comerciante en carbón o piedras
preciosas.

¡Oh, magos! Si existís en algún lugar, debajo de la tierra,
acordáos de mí. ¡Largos brazos, buenas piernas en mis sueños!
Que pueda matar con la mirada abierta.
Sin que el gigante sentado sobre mi alma, sin que
los remordimientos
destruyan el acto espiritual. ¡Sin que las lágrimas
me partan en dos el caballo negro del pecho!

Del libro “Papeles quemados“:

Incitación al vals de un poeta

Tus hijos bebían sangre de ganso salvaje.
Tu pobre corazón dormía entre las moscas.
Sin embargo,
un día
te colgaron un trozo de cuero
en la solapa. Se te puso la cresta roja.
Caminabas con paso de gamuza por los corredores.
Pero tuviste que vender tus dientes.
El traje destinado a tu propio entierro.

Soñabas con el gran premio.
Besabas a los jurados, acariciabas sus tetas,
mientras dormías en la posada
del gato nocturno.

Quisiera detenerte, morderte una oreja.
Pedirte que vuelvas a tu oficio de hombre,
inventes el fuego y juntes piedras.
Y que estalles cuando aparezcan los enmascarados
de la noche, les vueles el trasero
antes de que lleguen los muchachos de la prensa.

Otros Poemas

El rostro caído sobre la tecla

Impasible, como una reina de los ratones,
su diminuta cabeza que el sueño ha despojado, se quiebra como un pez en la trama invisible, mostrando la nuca blanca
sobre el algodón y sus dioses egipcios.
De su ojo cuelga el barmellón de las sombras atadas, y la fina
guarida de su sexo es imperceptible temblor de algo fija y tenaz en la tormenta.
Nadie la reconoce en sueño. Nadie llora.

Duerme sobre una quijada con el cuello esfumado,
y el negro toro del taller, el toro de las fuertes traslaciones, empuja hacia un cielo de vapor el rostro cándido.
Los que estamos cubiertos de viruelas y mordemos la cruda oreja de Dios, homicidas serenos,
besamos la dulce, navegante cabeza en los nocturnos mares ; apenas una ola hincha su angosto pecho, y en el aire encendido nace un toro nuevo en el ojo
de los toreros.

Poema de las manos muertas

Toma mi mano, este hueso que estará un día podrido. Apriétala, ponla sobre tu corazón mientras dura la noche.
Con ella escribo esta estrofa muerta, reviento una mariposa cada mañana. Con ella te digo adiós, pájaro viejo.
Mira mis manos. Sólo así comprenderás mi tristeza.
Si te rompieran el corazón, si te comieran el cerebro, tendrías estas mismas manos coronadas de aire invisible, de pámpanos muertos. Con ellas beberías
la sopa enlutada del invierno, rodeado de escarabajos y de hijos. Perro nuestro que estás en los cielos, ¡defiéndeme estas manos ! Que no se cubran de gusanos sino en la hora
en que los hurones levantan sus patas al atardecer, otras manos escriban : “fue un extraño salvaje en la tierra”. Encontrarás mi mano sobre el velador alguna noche, rodeada de carbón, incapaz de abrazar tu cintura, agarrando la sombra, el tabaco
del cigarro funeral en el viento.
En mi rostro -despiadado y distante- hallarás sólo una pagoda de hueso, el resto de una verdad enterrada.
 
Océano abierto

Abrid la tierra. ¡Sacadle ! Mirad el oro de sus dientes, y ese aire huacho, como de caballo de otro mundo,
las grandes aletas con que se agitaba el pensamiento, invocando a los augures ;
pero aunque fuese la mitad de su espectro, una flor, una mosca de su esqueleto, todo basta
para el velamen de este barco de piedra hacia lo desconocido. Es posible llorar un madrigal, quemarse la cabellera,
caer hacia el oriente como un ramo hechizado ; pero ¡ay ! necesitamos de esa brisa enterrada, como la ola el viento para morir en la orilla.

Habitante de este lagar, acaso
te quede un pulmón vivo, y tu mano fluya como la lágrima sobre mi rostro en esta hora ;
desciende, cava conmigo, arrastra estos huesos hacia afuera ; después, después el mar, la oscura potestad, las tempestades, el océano abierto de los antepasados,
eternos, sordos en el fondo del Valle,
y junto al fuego que llora al amanecer, el paso de los ratones.
 

Panorama del ídolo

Gallo muerto en la sacristía, caí en la tinaja del barbero, alucinado, perseguido por hombres de larga cabellera.
¡Cómo veo caer la noche sobre el oprobio y las aguas!
(Infancia de murciélagos, de lúgubres sonatas, de papiros asados). Como un ídolo chino, o un pequeño dios de porcelana,
me arrojaron sobre las coles del cementerio, extraviado, solo,
arrodillado como un delirante en el ágora. ¡Oh!, arrástrame contigo, ave de negro moño,
cuesta abajo hacia los imperios adyacentes, cerca del jadeo de tus tetas, tocando a degüello, mientras me bordas la camisa de anagrama amarillo, y en el lecho rueda mi cabeza asediada por las moscas.
 

Mercado persa

Entre pordioseros vestidos de mariposas, y piojos traídos del Himalaya,
contemplo el vuelo del vendedor de ensueños y huevos mágicos. Hay una parca rodeada de flores,
un asesino, una piedra escarlata,
y yo, pobre, cubierto de manchas de resina, compro un pájaro en medio de la tormenta, un ave de pecho seco, como el mío.
Quiero escuchar su trémula voz de difunto,
su quimera en mi habitación, su madrigal de hueso ;
sentir cómo se quema su plumaje, mientras me agito en los escombros del sueño, y levantarme a gritos, como si me hubieran desenterrado,
los ojos puestos al revés, bajo la sepultura.
 

Sesos y orquídeas

Ángel invasor, en esta y en la otra vida,
dime ¿de qué astro descendí, como un carnero barbado, alado y miserable sobre estas piedras ?
Bajo un ramaje glacial, en una luna que apenas reconozco, al pie de una higuera en que grabé tu terrible nombre,
viví en el fósforo de unos ojos, que amaron la luz de este pobre cielo. Pasé. Ardí como una yesca. Me echaron en una fosa.
La tristeza me siguió como una yegua. Amé una flor,
el esqueleto de una mujer. Escribí en el muro unas palabras negras.
¿Qué más ? La vida se secó como la alfalfa, se quebró como un hongo seco.
¿Qué sueño de fúnebre enano me arrojó sobre estas piedras ?
Se me acabó la cara, como la ropa al mendigo, como la paleta al oso viejo.
¿A dónde vas, joven idiota ? ¿Por qué fumas
tu pipa, y avanzas sobre los fosos, aullando como un demente en la primavera ? Muere el hombre ¡ay ! y su pierna sigue caminando,
buscando un rostro en la lividez del sueño, un hacha en la tormenta,
pero yo te busco más allá, máscara soñada, saltando sobre los huevos y las cruces, y cavo, cavo sin cesar, para encontrar tu cabeza furiosa.

Otro traje

Este traje de perro que llevo,
traje de malhechor
muerto hace siglos en esta tierra,
y en que los huevos del tiempo dejan su magra trompa,
quiere erguirse como soldado, ir a la sierra
donde mataron al Comandante.
 
Pero

¡qué piernas cansadas! ¡Si llevo!
tres mil años metido en esta pirámide, podrido, glacial,
y América, qué América, exigiendo, siempre exigiendo
machos terribles, y no
un animal cansado como yo, angélico, lúbrico, ensimismado,
haciendo versos huevones que nadie lee,
que ni yo mismo leo,
por que aprendí a escribir sin haber leído el libro del mundo.
 
Madre,
 
vuélveme
 
a parir
 
de nuevo,
 
Tírame al barro,
quiero ser un soldado saliendo de una casa vacía,
lejos de los poetas,
o de las putas con alas de mariposa,
o
por último
déjame en Bolivia, aunque me corten los dedos
con los que intento escribir
esta canción
de loco
derrotado.
 

Insurrección

El Hombre
¡qué solo!
y Dios no tiene cojones. !Dios
ya no rompe nada!
Tiene
una papa en la boca: está mudo. Y te puedes
morir llorando. ¡Pero
estás solo!
Si no te rascas
con la propia
mano
entumecida,
si no hechas el corazón y dices: “Carajo,
soy un hombre”, y entregas
a tu hermano un fémur,
un fusil,
un cuchillo para asaltar juntos el cuartel mas cercano;
si te dejas
llevar de la jeta por los bulevares
como un ángel con los huevos cortados,
no pretendas
ser distinto
a este mono caliente
colgado de su jaula en el invierno de la vida,
y que observa
con el cráneo aplastado,
cómo desciende la lluvia, cómo
cae el maní sobre su rostro de pordiosero,
esperando
que nazca
de él un día
el HOMBRE que tú
miserablemente traicionas.

 

Expedición al tiempo

Lo despistado, lo roto, me sigue detrás como un caballo muerto.
Lo que cayó en el paño de las indecisiones,
el agua terca, y quedó tirado en el camino.
En este vaso con un perro adentro, y que bebo solitario en esta noche,
frente a resoluciones quemadas, a un ángel como si fuese de hueso,
penetro otra vez en mí, desciendo en un largo viaje,
oliendo el camino, fumándome el tabaco del alma,
o interrogando al enano que vive a espaldas de mi rostro.
Pero hay una piel negra, un tiempo de labio leporino,
algo rasgado y esencial entre esta muerte de ahora y el candado seco de otras floraciones.
Partieron los días, como golondrinas de arena, o la amante de tristes ojos,
y cuanto intenté rescatar está como cuero tendido.
Yo te recuerdo atravesada por la jabalina del tiempo.
¡Qué largo andar! ¡Qué largo viaje para este día!
Abarcabas el espacio negro, acariciabas el hocico de las horas, y yo, tenaz, ardiente, miserable,
retrotrayendo un azar temible, un velo despedazado en el estupor pretérito,
pero lejano, irremediable, como una nube entre la pierna abierta.

Padre mono

Hierático, trascendental, antiguo padre terrestre,
yo te saludo con este fragmento de cola que el tiempo ha respetado, con esta carcajada sideral debajo del agua negra,
ululante y feroz, en la Bahía de los Hombres.
 
Yo te pido perdón por tus ojos humanos. (Perdona mis ojos de mono, mi mirada infinita),
y te ofrezco este nenúfar rojo, este hueso raspado, para que tu vieja cara de monje
asirio,
salte desde las edades, por sobre la caña pálida, y estreche la serpiente oscura de mi mano.
*
Raquítico, mordaz, derribando del cráneo de los dioses, haces sonar el arpa sobre la niebla de los terribles días,
y tu frente de mago terrenal es la epopeya de un lirio seco, arrancando del sepulcro de las horas. Padre
Nuestro que estás sobre los árboles,
sobre los promontorios de la razón y los ventisqueros, acércate, bebamos este vermut a solas ;
baja de tu árbol, y hablemos largamente de nuestra hedionda fortuna.

Elegía a Ernest Hemingway 

Los que arrastramos un pescado, o una vaca negra,
como el Viejo Amargo del Mar de las Antillas,
los que apacentamos una gran culebra por el llano
arrojamos tu ataúd como un sauce de pelos.

¡Qué golondrina, que sueño sobrevolaba tu corazón
cuando mostrabas el pecho en armas,
como el dios-padre de los mitos desaparecidos!
porque, ciertamente, en la niebla coloquial, en el designio raro,
eras la almendra sobre el tizón negro,
cayendo en la eternidad, riente, inmemorial, con la bala llorando en la piedra del ojo.

Puro de alcohol, profundo como el aroma del tabaco,
augur estupefacto sobre la tierra,
montaste a la vida como a un perro,
mordiendo su oreja verde, sonriendo en la tormenta como un búfalo,
y rendido
entre el vino y la mujer, tu barba
de macho perdurable, tu barba de poderoso velamen,
era la barca fenicia y roja en el rescoldo de los días.
Desde mi cojera invernal, yo, americano inerme,
hijo de extraviadas religiones, pusilánime y fatal,
estrecho tu brazo peludo de triunfador.

Epitafio a la memoria

Como un hacha plegada, o un aire rendido a un viejo territorio,
pasáis como ancianos roncos
ante el caballero caído bajo las piedras,
amarillo, sin dedos ya, como zapallo de ultratumba.
La noche y su hembra ciega echaron estos huesos en el bulevar,
despojos que pesan en el corazón
como gladíolos, o los ojos del padre muerto.
Dejad que caiga esta pierna en el mar, el mar profundo.
¡Oh, alma!, pingajo quemado, tigre sin rayas en la gran gema difusa,
lingote seco en el furor pálido,
espera un descendimiento,
una voz cayendo desde arriba,
porque, ciertamente, el cuervo de las alucinaciones,
el cuervo, reo de tristezas,
creará un día su propia fábula, su corazón por encima de la memoria,
y su pecho de oro, su viento rasgado,
muerde el oído del tiempo, apenas, y de rodillas.

Nocturno del piano

El piano, con su quijada negra, con sus dientes blancos cruzados de gusanos,
canta como un papa melancólico. Sus notas
caen como los huevos del esturión muerto
sobre mi corazón en esta noche.
Mata al demonio del piano, amiga mía, ahoga en su vientre la furia escarlata.
Rompe su levita de caballero velado;
pero déjame solo, ahorcado en la cama.
El virrey baila el tango mientras lloramos,
agita sus orejas como toneles,
evocando a Francisca, a Leonor, a otras luces devoradoras,
(doblando un pliego de su carne, realizando hechizos sobre el fuego),
pero el piano, mi niña, resuena imperial, desierto, triunfando siempre de la fatiga,
en tanto el virrey ríe, quimérico y hostil, mostrando su halcón de oro.
Mata al demonio del piano, amiga mía;
escucha cómo resbala sobre los gladiolos, rompiendo
los sacos de la memoria, antiguas sombras, y vacila
como hembra preñada
encendiendo un candil, una muerte nueva en el ciervo blanco del pecho,
una segunda vida que desconozco, y que rechazo
como la horma negra a la nube.

 
 

Retorno

Como el salmón que torna a la grava de la muerte, remonto el río, calvo, seco, desdentado,
roto ya el oro de las ensoñaciones, desdichado, veloz, cabezabajo.
Atrás : la tierra, su macho de furores, la tierra como una esponja negra,
y un collar de sombras y pedradas en los ojos. Tú que bajaste conmigo y eras un castaño claro,
que descendías como la mano blanca sobre la tecla negra, dime, ¿qué fue ? ¿Qué bestia
me apretó la cintura hasta derramarme,
vagabundo, ensimismado, con un hueso en el aire de la cabeza ? Adorabas al sol, evocabas otro lenguaje,
pero yo estaba muerto, mutilado, vivía en Asia, en Oceanía, ostentaba la filosofía redonda de los perros,
pero el mundo era cuadrado, amor mío, ¡era cuadrado !
y tenía un florete de pestaña roja.
Nunca pude explicar. ¡Todo es inexplicable !
Todo tangible, húmedo alrededor, y se escapa como la hembra del camello. Sólo tú tienes forma. ¡Arrójame tu vestido,
ahora que los sueños buscan una extraviada deidad, un presagio encima de la muerte. Esta noche remonto el río, como el salmón maldito que descendió al mar y vuelve díscolo, envuelto en pálidas alucinaciones,
saltando sobre los rápidos, entre duelos y ráfagas verdes, pero con el embrión muerto, el ojo muerto,
buscando para caer la piedra definitiva.

Vergüenza

Vergüenza de vivir.
Ser un pólipo
en esta oceanía de sangre, abandonado ya, sin armazón,
cuando sólo quisiera celebrar la pascua
del asesino,
porque no existe más salvación que la trémula ira,
ni más alfombra que el cadalso, ni otro hoyo que el mar.
No hay más gallo que este muerto que canta al lado mío.

¡Oh, qué modo de vivir
tocando a cada instante la cabeza de un niño podrido!

Perronuestro

PERRONUESTRO que estás en los cielos,
petrificado sea tu nombre,
caiga sobre nos el tu reino,
hágase tu voluntad sobre la tierra, debajo del cielo.
El pan negro de cada día arrójanoslo hoy
y perdónanos nuestras deudas,
así como nosotros asesinamos a nuestros deudores;
húndenos en la tentación, más libranos del animal.
Amén.

Del libro “Leyendas del Cristo Negro“:

Leyendas del cristo negro

1 Caminaba Jesús por la ciudad,
llevando un gran martillo.

2 Y uno había en medio de la turba,
el cual dijo: He ahí al Hijo del Carpintero.
Y le pellizcó la mejilla.

3 Acontecido lo cual Jesús descargó
el martillo en medio de su rostro. Y
enfrentando la turba, dijo: Varón soy
de verdad y de justicia, mas antaño fui
golpeado y pellizcado muchas veces. Y
como viese unos niños junto a él, dijo:

4 Cada uno de estos pequeños de grandes
ojos y pies desnudos, necesitará mañana
un martillo.

5 Entonces la plebe, y los borrachos, y
las prostitutas vestidas de rojo, rodearon
a Jesús.

6 Y una mujer de grandes labios, díjole:
has venido a predicar la violencia?
Y replicó Jesús: No predico la violencia,
porque la violencia está en la naturaleza
de las cosas, y yo no soy ajeno a la naturaleza
de las cosas.

7 Y un borracho que había muerto a
su hijo, dijo a Jesús: Hablas verdad, oh
extraño; pues he ahí que anoche escuché
el canto rojo del vino, y muerto he
al hijo de mi corazón.

8 Mas Jesús, escupiendo en el rostro
del borracho, habló en el lenguaje de
las parábolas, diciendo:

9 Un hombre había que construyó su
morada junto al mar, en el sitio más peligroso.

10 Y el tifón, y los animales del mar
entraban en la morada, y grande mal
había acarreado por su mano. Y él decía:
tengo yo la culpa de que el viento
y las bestias del mar asienten en mi
casa?

11 Y dormía en el umbral de la casa, y
holgábase en ella con las hijas de los
pescadores.

12 Mas la sal y la muerte habían invadido
el aire de la casa, y había putrefacción
en sus cimientos.

13 Y los días del hombre fueron contados.

14 Por lo cual os digo, que aquel que
buscare el peligro, lo hallará, y aquel
que caminare por entre pantanos,
perderá la vida.

15 Oído lo cual, el borracho comenzó a
azotar su cabeza contra las piedras.

16 Entonces uno de la turba dijo:
Homicida es, y quería llevarle ante los jueces.

17 Dícele Jesús: Desde la matriz de tu
madre vienes cargado de culpas, cómo
juzgarás a tu hermano?

18 De verdad te digo, que para este
oficio de perseguidor de hombres
necesitas nacer dos veces.

19 Porque entre el perseguidor y el
perseguido, qué hay sino la letra muerta?

20 Diciendo lo cual, Jesús fuese por el camino.
Y ninguno se atrevió a seguirle.


Del libro "Elegía bajo la Tierra" (1955):

Lukó

LUKÓ: En este gran drama gregario de la vida,
cuando el espanto deposita en mi corazón su huevo oscuro,
levanto los ojos hacia ti,
como una bestia que busca algo
por encima de su condición, flor extranjera.
En este mundo solitario por el
que andamos, caminas junto a
mi por un favor de los dioses
y te seguirá mi pisada negra,
ineluctablemente, aún más allá del
Gran Pantano.

Del libro "Sonatas del Gallo Negro" (1958):

Nocturno de la pipa

Bajo este astro podrido del otoño,
como un dios seminal que llora por las mujeres,
fumo mi pipa como un pope rojo,
con aire egipcio de gladiador golpeado en la nuca.

Entre presagios y golondrinas que atraviesan la piel de la cabeza,
echo humo sobre mis obsesiones funerarias,
sobre rostros que olvidé enterrar, gruesos como marsopas,
arrastrando una flor, una peluca verde llena de pájaros,
un hueso de mono olvidado en el bolsillo.

Del fondo del cráneo me arrancan grandes huevos,
ciertas imágenes, un féretro destruido por la lluvia,
gusanos teñidos de azul por el fuego de unos ojos,
un párpado seco con que miraba el mundo.

Oigo el grito de un jinete muerto, alguien se arrastra sobre una muleta.
¿Quién es? Yo nada escucho.
Sólo fumo este pedazo de cerezo que me va agrietando la jeta,
cubriéndome los dientes, la nariz, como un ídolo amarillo,
y deja en mi boca un olor a caballo, a cuadrilla oscura.
Alguien, con los ojos huecos, me afeita la cabellera,

señora, por favor, no olvide los fósforos.

Lunes, 11 de Febrero de 2024

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Poesía de Anna Ajmátova

 

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